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domingo, 17 de mayo de 2015
En una vieja calle.
Agua salada.
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Golondrina viajera.
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martes, 12 de mayo de 2015
Doce meses de amor.
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sábado, 9 de mayo de 2015
Fragmento del cuento "Recuerdos que matan" Por Jack Namore.
Recuerdos que matan. Por Juan J Navarro.
Un profundo odio se entretejió en mis huesos ahogando a la razón. Solo el tiempo es capaz de borrar los recuerdos que matan. Sirvan estas lineas para honrar la memoria de mi madre, y a todas las mujeres, cuya misión en la vida quedó empañada por el velo del dolor.
oOo
Cuando
ocurrió el alumbramiento el reloj marcaba las nueve y media de la noche. Fue
una fatigosa jornada para mi joven madre que apenas rebasaba los diecinueve
años.
-¡¡Las
primerizas hasta maldicen a su marido!! – Le dijo mi abuela como si sus
palabras encerraran la sabiduría del mundo.
Pero a mi
madre, más que el dolor físico, le atormentaba la angustia de un futuro
incierto que se desvaneció al escuchar mi primer berrinche. Fue como si la voz
del amor se transformara en carne y gratificara al materno corazón.
Era un
domingo 24 de junio de 1951 cuando decidí salir al mundo.
Afuera la
gente celebraba con júbilo de pueblo el día de San Juan, un favorito entre
tantos santos, de modo que hubiera resultado un agravio no quedar bautizado
bajo aquel nombre. Mientras tanto el universo continuaba girando indiferente.
Yo era tan
solo una partícula de energía revolviéndose impaciente en la cuna.
Mi infancia
transcurrió llena de esa pureza que envuelve a los niños, pero marcada de una
notoria y precoz perspicacia. Algo que llamaba mucho la atención y que obligaba
a mi madre a mantenerme bajo una constante protección.
Hasta los
siete años viví en una burbuja de inmaculada inocencia.
Las
carencias no llegaban a mí conocimiento porque mi madre me libraba de saber a
destiempo, que no todos arriban con el pan bajo el brazo. Que a la vida se le
transita sin traspasar las barreras que separan la realidad de los sueños. Sueños
como los del Día de Reyes, cuando los niños más se alejan de la realidad. Y fue
ese día de reyes mi primera lección.
Aquella
mañana cuando desperté, corrí como una liebre con la lista de pedidos escrita al
buen Santa Claus, hasta detenerme jadeante frente al arbolito de navidad.
Pensé que
estaría lleno de regalos, pero solo hallé una diminuta lanchita de plástico
verde y blanco.
Mi hermano que
aún no cumplía los tres años de edad sin saber que Santa vivía con nosotros,
jugaba feliz con su pelota nueva sobre el regazo de mi madre, quien al verme
llegar, se refugió en el único cuarto del apartamento. Le faltó el valor para lanzarme
el primer balde de agua fría que recibiría en la vida. Fue mi padre quien
asumió la difícil tarea.
Recuerdo oírle
balbucear palabras que me negaba a escuchar. Trató de abrazarme pero evadí su gesto.
Solo me obstinaba en observar los flecos del arbolito cayendo al suelo del
mismo modo en que sentía caer todas mis ilusiones. Y sin comprender la razón,
hundí contra mi pecho la lanchita plástica que comenzaba a naufragar en el mar
de mis sueños.
No sé
después cómo logré sobreponerme a la angustia que sintió mi corazón. Lo cierto
es que corrí rumbo a la calle con el pretexto de ir a jugar, dejando a mi padre
enredado en sus excusas.
Deseaba escapar
del gran monstruo que intentaba devorarme.
Afuera los
niños corrían como libélulas alborozadas mostrando sus regalos. Hasta entonces
yo estaba fascinado con las bicicletas. Esa había sido una de las tantas cosas
que encabezaban mi lista.
Pero ahora,
al hallarme en posesión de un gran secreto de adultos, solo ardía en mí el
insano deseo de gritar la verdad y vengarme.
Quizá en el
fondo de mi corazón deseaba justificar lo humilde de mi regalo, pues también me
sentía culpable de culpar a mis padres. Pero no dije nada.
Mi acto de
valor contribuyó a perpetuar la inocencia de otros niños y el gesto me hizo
sentir importante.
En cierto modo
comencé a ser adulto. Así aprendí a distinguir la línea invisible,
la
diferencia de las clases sociales, y la importancia relativa que ofrece el
dinero. Sin embargo mi pobreza dolía. Deseaba gritar y que escapara de mí la
presión que estrujaba las entrañas, pues el alborozo del resto de la grey
humillaba a tal grado, que sin darme cuenta comencé a odiarlos a todos, así
como también a mi vecino Riguito. Su padre era el dueño de la farmacia de la
esquina, de un bar, y de la cuartería donde vivía yo.
Siempre
llegaba frente a mi puerta los días de cobrar el alquiler con su cara de
bonachón, su talonario de cobros en una mano, y un par de caramelos en la otra,
que solo me obsequiaba si recibía el pago a tiempo. Era una familia pudiente y
poseían una de las mejores casas del barrio. A Riguito le gustaba alardear por
ello.
Días antes
estuvimos hablando acerca de cuál de los dos pediría una bicicleta roja.
Deducíamos en nuestra inocencia que Santa Claus no traería bicicletas idénticas
para los niños en la misma calle. Eso crearía conflictos y esas cosas
seguramente entristecían a Santa Claus.
Pero Riguito
aseguraba que su papá, al ser un buen amigo de Santa, era escuchado con
atención por este, de modo que daba por hecho que era él quien recibiría la
ansiada bicicleta roja.
Por eso
cuando lo vi acercarse tan orondo montado en ella, salí corriendo y no paré
hasta refugiarme debajo de la cama.
Mis padres
no me vieron entrar. Discutían acaloradamente por un asunto al que hasta
entonces, no había prestado atención.
-¡Por andar
con esas putas te gastas todo lo que ganas, y ni siquiera te preocupas de tus
hijos! ¡No te creas tan lindo…. ellas solo miran tu billetera!
El justo
reclamo fue interrumpido por el chasquido de una bofetada que la dejó semi
inconsciente y provocó su caída.
No importó
el avanzado estado de gestación, ni las voces de algunos vecinos increpando a
mi padre por abusador.
Desde mi
escondite vi el rostro de mi madre bañado de sangre y lágrimas mientras el
miedo paralizaba mi escuálido cuerpo.
Ojalá hubiese
escogido otro escondite, porque a partir de entonces el espacio bajo las camas
y Santa Claus, fueron tristes sinónimos de recuerdos que matan.
A veces
cierro los ojos y veo en el tiempo con claridad inusitada. Pienso que si mi
madre hubiese meditado en aquella conducta, los años posteriores habrían sido
menos trágicos. Pero su amor la cegaba a la espera de un cambio que nunca se
efectuaría. Ni para ella, ni para nosotros. Y es que mi padre se creía superior
al estar envenenado del narcisismo que su familia alimentaba, los cuales a
duras penas disimulaban su antipatía por nosotros.
Ante aquel
malsano sentimiento mi madre cerraba los ojos por amor. Aunque su devoción fuera
la causa de nuestros males, y la razón de su propia muerte.
Al quedar en
encinta por primera vez, también mi padre dio las primeras señales de su desamor
abandonándola sin razón aparente. No le importaba. Pero su lastimado ego hizo
que regresara cuando supo que alguien pretendía y valoraba lo que él
despreciaba, pues mi madre, muy a su pesar, poseía la hermosura natural que
muchos hombres pretendían.
Sin dudarlo
alguien la habría llevado con orgullo al altar, pero una maléfica influencia
empañaba su vida, hasta el punto de convertirla en objeto de macabro juego. Mi
padre la consideraba una más de sus pertenencias, convencido de que siempre
estaría allí para él.
Como he
dicho, el día de mi nacimiento motivó mi nombre. Algo muy natural en
ancestrales costumbres. Pero mi padre se negaba a refrendar el legítimo derecho
de su compañera, arguyendo que ese era el nombre de un antiguo enamorado.
Aquel sin
sentido fue el motivo de otro largo y ominoso abandono que duró tres años, del
cual regresó abatido por su mala suerte.
Y una vez
más mi madre lo perdonó. Una vez más le abrió los brazos demostrando que su
amor saltaba las barreras de la lógica comprensión.
Por razones
que me niego a calificar, hay episodios de mi infancia que están grabados muy
nítidamente en la memoria. Es por ello que quizás muchos elogian mi capacidad
de recordar. Pero haciendo justicia a la verdad, y en referencia a aquellos mis
primeros años, reconozco que solo los malos recuerdos perduraron en mí.
Cuando tenía
cinco años y en ocasión de celebrarse el consabido Día de Reyes, unos tíos
paternos trajeron los regalos que Santa dejó en sus casas. A mí me trajeron una pantalonera de cartón, un revolver de fulminante
y un sombrero de cowboy. A mi hermano por entonces de un año, una maruga
plástica muy susceptible de quebrarse, rellena de gran cantidad de semillas.
Mi madre les
dijo que sus regalos eran los que se vendían ridículamente baratos en la tienda
de la esquina, y también dijo que las intenciones de Santa se reflejaban en ellos.
Para esa
época vivíamos en un cuarto al fondo de un casarón antiguo propiedad de unos
primos de mis tíos, cuyos hijos recibieron regalos ostentosamente caros.
La
provocación rebasó la tolerancia del noble carácter de mi madre quien al no poder
contener la indignación, devolvió los obsequios lanzándolos al rostro de sus
cuñados. En el altercado fue ella quien ganó la peor parte. Mi padre nunca la
defendió ni intervino al verla marcharse con nosotros y algunas pocas
pertenencias bajo el brazo.
No obstante y
a pesar de los malos recuerdos, confieso que en ese tiempo aún yo amaba a mi
padre. Él era la figura que apaciguaba mis infantiles temores. Y cuando me
dedicaba tiempo y jugaba conmigo, era como si la paz me abrazara.
¡Cuánto
habría dado por una infancia diferente! ¡Cuánto por el poder de cambiar las
cosas! Porque a causa de todo el dolor que percibía a través de mi madre, poco
a poco se fraguó en mí corazón una profunda aversión por el hombre que me
engendró. Una mezcla de odio y rabia y que ha perdurado hasta el día de hoy, pues
aún después de su muerte lo sigo aborreciendo por todo el dolor que nos causó.
Sin embargo,
tratando de comprender el enfermizo comportamiento de mis padres, me he sorprendido
justificándolo de algún modo, pues a lo largo de mi vida se han repetido muchos
de los factores negativos que heredé.
Ese
razonamiento me ayuda a minimizar mi rencor, partiendo de la base de un
análisis psicológico.
Y es que mis
padres sin haber madurado lo suficiente se lanzaron a luchar contra la vida sin
las armas necesarias.
Esas que dan
la experiencia, las condiciones adecuadas o al menos las mínimas. El instinto animal
primó sobre una clara conciencia en el rol a desempeñar.
Precisamente
es esa etapa la que requiere el apoyo de los padres, cuando se tienen, pues la
mayoría de las nuevas parejas se nutren del consejo existencial que les
brindan, aunque sea manejado con leves diferencias de orden y juicio personal,
amén de los cambios que imponen el ritmo moderno de la vida.
Si
entendemos que la pobreza engendra pobreza. Que la ignorancia es una de las
causas de ésta, llegaríamos a un consenso que en cierto modo justifican los
hechos.
Muchos de
los países pobres en nuestro mundo viven repitiendo los mismos errores, porque
no bastan el amor y la buena voluntad para fomentar parejas y emprender la vida.
Ni siquiera los más solemnes y apasionados juramentos.
La vida es una
guerra constante. Una guerra que solo termina cuando dejamos de existir. Y una
guerra, se debe pelear con las mejores armas.
Los duros
golpes que los errores propinan nos dejan una amarga experiencia. Pero resulta
que cuando la experiencia llega es demasiado tarde para reparar un daño.
En mi padre
nunca hubo una rectificación. Al paso del tiempo lejos de mejorar agravó su
conducta. Nunca dio señales si en realidad tenía conciencia de sus actos y el
rol que como padre debería desempeñar. Sus actos, que marchaban en contra vía,
reflejaban un alto grado de egoísmo. Con asiduidad se justificaba con el trabajo.
El trabajo, que es fuente de vida para el hombre y del cual nutre a su familia
y a sí mismo. Pero cuando se le toma como justificación para esconder mezquinas
intenciones, entonces el trabajo se convierte en una prueba de cuán poco importante
es la familia. Y nosotros éramos muy poco importantes para él.
Por razones
de cargos administrativos su empresa lo envió a trabajar lejos de la capital. Aquella
parte de su versión era cierta. La otra, la que ocultaba, era el compromiso
adquirido con una viuda madre de dos hijos.
No es de mí
interés discutir que un hombre o una mujer tengan derecho a rehacer una
frustrada relación marital. Eso es aceptable y humano.
Pero el
divorcio que interpuso mi padre no solo lo desvinculó de un matrimonio no
deseado, sino que también y para su conveniencia, y como si mi madre y nosotros
significáramos lo mismo; con toda su progenie no deseada, para dedicarse a
otros y regalarles a manos llenas el calor paternal que nos negaba.
Mi madre
poco a poco empezaba a aceptar su derrota. Pero se culpaba creyéndose poco
atractiva y buscaba la justificación de su fracaso donde no la había.
En sus ojos
verde mar se alojaron la tristeza y la desesperanza.
Ya no
cantaba ni reía como antes. Ahora luchaba como una leona contra la pobreza que
se abatía sobre sus cachorros, y la dura tarea la aplastaba como un péndulo
invisible.
Recuerdo la
ocasión en que salimos con premura rumbo a la casa de mi abuela.
En el
semblante de mi madre se dibujaba el mal presagio del cual no hablaba. Quizá
temía adelantarse a los acontecimientos. Por el momento necesitaba que alguien
cuidara de mí mientras ella centraba su atención en una recién nacida.
Tres meses
antes había engrosado su larga lista de problemas la llegada de un nuevo ser.
Pero la criatura había nacido con la salud quebrada. Solo disfrutamos de ella
un corto tiempo. La mayor parte permanecía en el hospital, y ésta vez bajo un
diagnostico reservado.
Una de mis
tías se ofreció para cuidarla. Mi madre pensó que tal vez mejoraría. Pero el
infortunio llega cuando menos lo esperamos, aún también en medio de una
terminal de transporte público.
En mi
memoria quedó grabado el momento cuando nos movíamos a lo largo del andén. Yo
miraba por la ventanilla dispuesto a disfrutar el paseo. A lo lejos vi entre la
muchedumbre a una mujer que corría desaforada hacia nosotros. Las bocinas de
los parlantes emitieron una orden tajante y el ómnibus se detuvo bruscamente.
Los gritos de la mujer horadaron la bóveda de los techos. Era mi tía.
Súbitamente
mi madre percibió la voz de su hermana. Una sombra negra se abatió sobre su
ser, mientras un alarido que no me atrevo a describir brotó de lo profundo de
sus entrañas. ¡Había muerto mi pobre hermanita!
Lo que
sucedió después permanece confuso en la memoria dentro en una densa neblina que me ampara del dolor
de aquel momento.
Pero
recuerdo que mi madre lloraba amargamente sobre el hombro de mi tía, mientras se
aferraba a una de mis manos apretándola sin piedad, como si quisiera evitar que
yo también la abandonara.
La familia como
siempre se unió en torno a la tragedia. No recuerdo haber visto a persona alguna
por la parte paterna.
Durante el
velatorio la tristeza de mis tíos también albergaba un deseo de venganza. Había
transcurrido casi la mitad del término legal para exponer el cadáver y mi padre
aún no se presentaba.
Varias veces
merodeé alrededor del pequeño féretro donde descansaba el cuerpo de mi hermana.
Parecía que durmiera. Tenía una expresión angelical en su carita. La terrible
enfermedad que le habían diagnosticado no hizo mella en su rostro. Los médicos
dijeron que fue a causa de Acidosis Metabólica, pero mi madre aseguraba que se
debió a un mal tratamiento.
Y es que se apoyaba
en la amarga experiencia de haber presenciado días antes a dos empleados del
hospital, lanzarse como si fuese una pelota el cuerpo sin vida de un bebé que
al parecer conducían a la morgue.
Mi madre había
salido al corredor para estirar las piernas. Sufría de Linfagitis crónica y sus
problemas circulatorios no le daban paz.
Los
empleados no la vieron pues en ese instante ella se hallaba detrás de una
gruesa columna. Fue así que presenció el abominable acto.
El reloj se
movía con enfermiza lentitud. Yo miraba hacia la puerta, no esperando la
llegada de mi padre, sino con el íntimo deseo de no ver aparecer a alguien más,
pues sentía que el dolor de mi madre revivía en cada pésame, convirtiéndose en
una tortura insoportable verla abrazada
al féretro, moviendo los labios en un rezo que solo los ángeles podrían
escuchar.
A pesar de
mi natural perspicacia aceptaba poco ciertas actitudes de los adultos. Alguien
que momentos antes lloraba amargamente, minutos después charlaba y hacía
cuentos como si la reunión fuese motivo para estar alegre.
Esto lo
recuerdo porque mi abuela hizo referencia a la solemnidad del momento cuando
llamó la atención a uno de sus tantos nietos. Alguien que con su charla hacía
demasiado ruido.
Tras largas
horas de tensión me quedé dormido sobre una especie de cama que improvisaron
sobre unas sillas.
Alguien me
despertó cuando llegó mi padre. Casi amanecía.
Al abrir los
ojos tardé en reconocerlo. Parecía asustado. Quizás pensó que lo recibirían con
incriminaciones. Pero no fue así. Todos lo ignoraron. Tampoco yo le presté mucha
atención. Después de titubear frente a mí, atravesó el salón y se detuvo frente
al ataúd. Extrañamente hizo la señal de la cruz sobre su pecho.
Digo
extrañamente porque él aseveraba no creer en Dios. Creía en el hombre.
Yo pienso
que si en realidad hubo alguien que creyó en él como hombre, esa fue sin lugar
a dudas mi madre. Aquella mujer que lo miraba con el rostro bañado en lágrimas.
Ingenua, crédula, enamorada.
Mi padre se
mantuvo unos instantes delante del féretro y dijo unas palabras a mi madre que
nadie escuchó. El peso de tantas miradas debió agobiarlo, porque se retiró a un
ángulo del salón desde donde dominaba todo le escenario.
Confieso que
sentí el deseo de estar a su lado, pero una voz interior me reprochaba el débil
sentimiento. Desde mi analítica promiscuidad veía un rostro desnudo de expresiones,
envuelto en una lucha interior por acallar el clamor de una conciencia a la que
no deseaba escuchar. O tal vez miedo por su propia seguridad. Mis tíos le habían
prometido tiempo atrás, que le romperían la cara si volvía a lastimarnos. Quizás
por eso su rostro no mostraba señales de vida. Era como el árido desierto de un
alma muerta.
También
observé a mi madre. Se notaba ansiosa. Como si esperara que ocurriese un
milagro. Sus ojos llenos de lágrimas se dividían entre el pequeño féretro y el
rincón donde aguardaba mi padre. Y yo me preguntaba la razón por la que él estaba
allí, pues en realidad su anacrónica presencia era la de un ser inexistente.
No tardó
mucho en cristalizarse mi íntimo deseo. Menos de dos horas más tarde mi padre
desapareció del mismo modo como había llegado. Abruptamente.
Después todo
volvió a la normalidad. Si es que de ese modo se le puede llamar a lo que no lo
es. Pero los años pasaron como el bálsamo que alivia los dolores.
Tenía yo
algunos años más cuando mi madre me anunció de un compromiso sentimental. Yo me
había convertido en una especie de albacea de sus decisiones. Algo fuera de
lógica racional. Pero debido al sorprendente análisis que daba a las cosas de
la vida, se acostumbró a mis respuestas de adulto prematuro y comencé a ser la
figura masculina del hogar.
De modo que cuando
lo conocí, comprendí que el compromiso era más bien por nosotros. Víctor no era
el tipo de hombre que le llegaba a mi madre.
Pero era un
hombre humilde de costumbres sanas, y sobre todo, decidido a llevar la carga de
una mujer con cinco hijos.
En un
principio todo iba bien, hasta que afloró el peor enemigo del hombre. ¡Los
celos!
Mi madre justificaba
la actitud por saberse una mujer hermosa. El tipo de mujer que hace voltear el
rostro aún al más discreto de los hombres.
Pero Víctor
lejos de aprovechar su tolerancia exacerbaba su conducta.
Un día me
pidió llorando que intercediera en la resolución que había tomado mi madre al
pedirle que se marchara. Sentí lastima por él al verlo indefenso ante la regia estampa
de mi madre, y al interceder, comprendí que yo tenía cierta autoridad y me envaneció
el rol que yo representaba.
Mi madre
escuchó mis argumentos a regañadientes y continuó tolerando los celos de Víctor
unos meses más. Pero como todo lo que anda mal, en mal acaba, así acabó la
tolerancia de mi madre. No lo amaba.
Hubo
ocasiones en las que reflexioné cerca del por qué no actuó mi madre del mismo
modo con respecto a mi padre.
¿Acaso un
amor profundo podría convertirnos en mártires? ¿Somos capaces de tomar venganza
en nombre de viejas cicatrices y el dolor que nos hayan infringido otros? La
respuesta me llegó algunos años después.
Luego de una
ardua lucha por revertir la decisión de mi madre, Víctor terminó empacando sus
cosas y se marchó.
Retornó a la
guarnición del penal donde trabajaba como guardián, aunque continuó asediando a
mi madre cada vez que se le facilitaba la oportunidad.
Una noche ella
me despertó alertándome sobre Víctor, quien amenazó con quitarse la vida si no
volvía con él.
Me levanté
como un relámpago y estaba por abrir la puerta del patio cuando escuché el sonido de un disparo. En verdad no
supe de dónde me surgió el valor, pero abrí la puerta dispuesto a todo.
Afuera me
encontré con el cuerpo de Víctor tirado en el suelo. Su pasión solo lo condujo
a dispararse en el brazo. De haber querido morir, en realidad hubiera bastado
con apuntar a otro sitio. Su heroico acto de valor le proporcionó un poco más
de tiempo cerca de mi madre, el justo para quedar convencido, de que en
realidad lo que había muerto, paradójicamente, fue un amor que nunca nació.
Yo no me
considero feminista ni tampoco demasiado machista. De modo que entre esos dos
extremos trato de ser más que todo justo.
Desde la
formación del bíblico Edén muchos han afirmado que las mujeres han sido la
perdición de los hombres. Y por supuesto, el concepto vive arraigado como el
ADN en los machistas arcaicos.
Pero
justamente es la injusticia la causa del sufrimiento de muchas mujeres. Pues ellas
han sido víctimas preferenciales en los procesos evolutivos de las sociedades.
"La
historia de la humanidad es la historia de las repetidas vejaciones y
usurpaciones por parte del hombre con respecto a la mujer…” Declaración de
Seneca Falls. 1848.
Desde entonces
han transcurrido muchos años. Pero cada vez que evoco aquellos recuerdos,
siento vivo y punzante el dolor de mi madre como una daga clavada en mi alma.
Lo que
motivó esta historia no es el rencor. Nada cambiará lo sucedido.
Ni siquiera
hurgar tan profundo en la llaga. Tampoco mi motivación radica en divulgar mis
tristezas, sino en hacer una sanadora catarsis. No quiero llegar al fin de mis
días con esta carga.
Antes de que
mi padre muriera tuve incontables oportunidades de dilucidar con él mis
resentimientos. Sin embargo, y porque no existe un ser humano perfecto,
¡Jamás le dije
nada!
lunes, 4 de mayo de 2015
A una soñadora mariposa.
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Poema de la pasión amarga.
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Mi niño de ojitos negros.
sábado, 2 de mayo de 2015
Cuando me haya ido.
|
Amar tocando el cielo.
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