sábado, 9 de mayo de 2015

Fragmento del cuento "Recuerdos que matan" Por Jack Namore.

                         

                     Recuerdos que matan. Por Juan J Navarro.

Un profundo odio se entretejió en mis huesos ahogando a la razón. Solo el tiempo es capaz de borrar los recuerdos que matan. Sirvan estas lineas para honrar la memoria de mi madre, y a todas las mujeres, cuya misión en la vida quedó empañada por el velo del dolor.

                                                                     oOo


Cuando ocurrió el alumbramiento el reloj marcaba las nueve y media de la noche. Fue una fatigosa jornada para mi joven madre que apenas rebasaba los diecinueve años.
-¡¡Las primerizas hasta maldicen a su marido!! – Le dijo mi abuela como si sus palabras encerraran la sabiduría del mundo.
Pero a mi madre, más que el dolor físico, le atormentaba la angustia de un futuro incierto que se desvaneció al escuchar mi primer berrinche. Fue como si la voz del amor se transformara en carne y gratificara al materno corazón.

Era un domingo 24 de junio de 1951 cuando decidí salir al mundo.
Afuera la gente celebraba con júbilo de pueblo el día de San Juan, un favorito entre tantos santos, de modo que hubiera resultado un agravio no quedar bautizado bajo aquel nombre. Mientras tanto el universo continuaba girando indiferente.
Yo era tan solo una partícula de energía revolviéndose impaciente en la cuna.

Mi infancia transcurrió llena de esa pureza que envuelve a los niños, pero marcada de una notoria y precoz perspicacia. Algo que llamaba mucho la atención y que obligaba a mi madre a mantenerme bajo una constante protección.

Hasta los siete años viví en una burbuja de inmaculada inocencia.
Las carencias no llegaban a mí conocimiento porque mi madre me libraba de saber a destiempo, que no todos arriban con el pan bajo el brazo. Que a la vida se le transita sin traspasar las barreras que separan la realidad de los sueños. Sueños como los del Día de Reyes, cuando los niños más se alejan de la realidad. Y fue ese día de reyes mi primera lección.
Aquella mañana cuando desperté, corrí como una liebre con la lista de pedidos escrita al buen Santa Claus, hasta detenerme jadeante frente al arbolito de navidad.
Pensé que estaría lleno de regalos, pero solo hallé una diminuta lanchita de plástico verde y blanco.
Mi hermano que aún no cumplía los tres años de edad sin saber que Santa vivía con nosotros, jugaba feliz con su pelota nueva sobre el regazo de mi madre, quien al verme llegar, se refugió en el único cuarto del apartamento. Le faltó el valor para lanzarme el primer balde de agua fría que recibiría en la vida. Fue mi padre quien asumió la difícil tarea.                                       
    
Recuerdo oírle balbucear palabras que me negaba a escuchar. Trató de abrazarme pero evadí su gesto. Solo me obstinaba en observar los flecos del arbolito cayendo al suelo del mismo modo en que sentía caer todas mis ilusiones. Y sin comprender la razón, hundí contra mi pecho la lanchita plástica que comenzaba a naufragar en el mar de mis sueños.

No sé después cómo logré sobreponerme a la angustia que sintió mi corazón. Lo cierto es que corrí rumbo a la calle con el pretexto de ir a jugar, dejando a mi padre enredado en sus excusas.
Deseaba escapar del gran monstruo que intentaba devorarme.

Afuera los niños corrían como libélulas alborozadas mostrando sus regalos. Hasta entonces yo estaba fascinado con las bicicletas. Esa había sido una de las tantas cosas que encabezaban mi lista.
Pero ahora, al hallarme en posesión de un gran secreto de adultos, solo ardía en mí el insano deseo de gritar la verdad y vengarme.
Quizá en el fondo de mi corazón deseaba justificar lo humilde de mi regalo, pues también me sentía culpable de culpar a mis padres. Pero no dije nada.
Mi acto de valor contribuyó a perpetuar la inocencia de otros niños y el gesto me hizo sentir importante.
En cierto modo comencé a ser adulto. Así aprendí a distinguir la línea invisible,
la diferencia de las clases sociales, y la importancia relativa que ofrece el dinero. Sin embargo mi pobreza dolía. Deseaba gritar y que escapara de mí la presión que estrujaba las entrañas, pues el alborozo del resto de la grey humillaba a tal grado, que sin darme cuenta comencé a odiarlos a todos, así como también a mi vecino Riguito. Su padre era el dueño de la farmacia de la esquina, de un bar, y de la cuartería donde vivía yo.
Siempre llegaba frente a mi puerta los días de cobrar el alquiler con su cara de bonachón, su talonario de cobros en una mano, y un par de caramelos en la otra, que solo me obsequiaba si recibía el pago a tiempo. Era una familia pudiente y poseían una de las mejores casas del barrio. A Riguito le gustaba alardear por ello.
                                         
Días antes estuvimos hablando acerca de cuál de los dos pediría una bicicleta roja. Deducíamos en nuestra inocencia que Santa Claus no traería bicicletas idénticas para los niños en la misma calle. Eso crearía conflictos y esas cosas seguramente entristecían a Santa Claus.                                       
Pero Riguito aseguraba que su papá, al ser un buen amigo de Santa, era escuchado con atención por este, de modo que daba por hecho que era él quien recibiría la ansiada bicicleta roja.
Por eso cuando lo vi acercarse tan orondo montado en ella, salí corriendo y no paré hasta refugiarme debajo de la cama.
Mis padres no me vieron entrar. Discutían acaloradamente por un asunto al que hasta entonces, no había prestado atención.

-¡Por andar con esas putas te gastas todo lo que ganas, y ni siquiera te preocupas de tus hijos! ¡No te creas tan lindo…. ellas solo miran tu billetera!
El justo reclamo fue interrumpido por el chasquido de una bofetada que la dejó semi inconsciente y provocó su caída.
No importó el avanzado estado de gestación, ni las voces de algunos vecinos increpando a mi padre por abusador.
Desde mi escondite vi el rostro de mi madre bañado de sangre y lágrimas mientras el miedo paralizaba mi escuálido cuerpo.
Ojalá hubiese escogido otro escondite, porque a partir de entonces el espacio bajo las camas y Santa Claus, fueron tristes sinónimos de recuerdos que matan.

A veces cierro los ojos y veo en el tiempo con claridad inusitada. Pienso que si mi madre hubiese meditado en aquella conducta, los años posteriores habrían sido menos trágicos. Pero su amor la cegaba a la espera de un cambio que nunca se efectuaría. Ni para ella, ni para nosotros. Y es que mi padre se creía superior al estar envenenado del narcisismo que su familia alimentaba, los cuales a duras penas disimulaban su antipatía por nosotros.
Ante aquel malsano sentimiento mi madre cerraba los ojos por amor. Aunque su devoción fuera la causa de nuestros males, y la razón de su propia muerte.
Al quedar en encinta por primera vez, también mi padre dio las primeras señales de su desamor abandonándola sin razón aparente. No le importaba. Pero su lastimado ego hizo que regresara cuando supo que alguien pretendía y valoraba lo que él despreciaba, pues mi madre, muy a su pesar, poseía la hermosura natural que muchos hombres pretendían.
Sin dudarlo alguien la habría llevado con orgullo al altar, pero una maléfica influencia empañaba su vida, hasta el punto de convertirla en objeto de macabro juego. Mi padre la consideraba una más de sus pertenencias, convencido de que siempre estaría allí para él.
Como he dicho, el día de mi nacimiento motivó mi nombre. Algo muy natural en ancestrales costumbres. Pero mi padre se negaba a refrendar el legítimo derecho de su compañera, arguyendo que ese era el nombre de un antiguo enamorado.
Aquel sin sentido fue el motivo de otro largo y ominoso abandono que duró tres años, del cual regresó abatido por su mala suerte.
Y una vez más mi madre lo perdonó. Una vez más le abrió los brazos demostrando que su amor saltaba las barreras de la lógica comprensión.
Por razones que me niego a calificar, hay episodios de mi infancia que están grabados muy nítidamente en la memoria. Es por ello que quizás muchos elogian mi capacidad de recordar. Pero haciendo justicia a la verdad, y en referencia a aquellos mis primeros años, reconozco que solo los malos recuerdos perduraron en mí.
Cuando tenía cinco años y en ocasión de celebrarse el consabido Día de Reyes, unos tíos paternos trajeron los regalos que Santa dejó en sus casas. A mí me trajeron  una pantalonera de cartón, un revolver de fulminante y un sombrero de cowboy. A mi hermano por entonces de un año, una maruga plástica muy susceptible de quebrarse, rellena de gran cantidad de semillas.                
Mi madre les dijo que sus regalos eran los que se vendían ridículamente baratos en la tienda de la esquina, y también dijo que las intenciones de Santa se reflejaban en ellos.
Para esa época vivíamos en un cuarto al fondo de un casarón antiguo propiedad de unos primos de mis tíos, cuyos hijos recibieron regalos ostentosamente caros.                               
La provocación rebasó la tolerancia del noble carácter de mi madre quien al no poder contener la indignación, devolvió los obsequios lanzándolos al rostro de sus cuñados. En el altercado fue ella quien ganó la peor parte. Mi padre nunca la defendió ni intervino al verla marcharse con nosotros y algunas pocas pertenencias bajo el brazo.

No obstante y a pesar de los malos recuerdos, confieso que en ese tiempo aún yo amaba a mi padre. Él era la figura que apaciguaba mis infantiles temores. Y cuando me dedicaba tiempo y jugaba conmigo, era como si la paz me abrazara.

¡Cuánto habría dado por una infancia diferente! ¡Cuánto por el poder de cambiar las cosas! Porque a causa de todo el dolor que percibía a través de mi madre, poco a poco se fraguó en mí corazón una profunda aversión por el hombre que me engendró. Una mezcla de odio y rabia y que ha perdurado hasta el día de hoy, pues aún después de su muerte lo sigo aborreciendo por todo el dolor que nos causó.

Sin embargo, tratando de comprender el enfermizo comportamiento de mis padres, me he sorprendido justificándolo de algún modo, pues a lo largo de mi vida se han repetido muchos de los factores negativos que heredé.
Ese razonamiento me ayuda a minimizar mi rencor, partiendo de la base de un análisis psicológico.
                                         
Y es que mis padres sin haber madurado lo suficiente se lanzaron a luchar contra la vida sin las armas necesarias.
Esas que dan la experiencia, las condiciones adecuadas o al menos las mínimas. El instinto animal primó sobre una clara conciencia en el rol a desempeñar.
Precisamente es esa etapa la que requiere el apoyo de los padres, cuando se tienen, pues la mayoría de las nuevas parejas se nutren del consejo existencial que les brindan, aunque sea manejado con leves diferencias de orden y juicio personal, amén de los cambios que imponen el ritmo moderno de la vida.
Si entendemos que la pobreza engendra pobreza. Que la ignorancia es una de las causas de ésta, llegaríamos a un consenso que en cierto modo justifican los hechos.
Muchos de los países pobres en nuestro mundo viven repitiendo los mismos errores, porque no bastan el amor y la buena voluntad para fomentar parejas y emprender la vida. Ni siquiera los más solemnes y apasionados juramentos.
La vida es una guerra constante. Una guerra que solo termina cuando dejamos de existir. Y una guerra, se debe pelear con las mejores armas.
Los duros golpes que los errores propinan nos dejan una amarga experiencia. Pero resulta que cuando la experiencia llega es demasiado tarde para reparar un daño.

En mi padre nunca hubo una rectificación. Al paso del tiempo lejos de mejorar agravó su conducta. Nunca dio señales si en realidad tenía conciencia de sus actos y el rol que como padre debería desempeñar. Sus actos, que marchaban en contra vía, reflejaban un alto grado de egoísmo. Con asiduidad se justificaba con el trabajo. El trabajo, que es fuente de vida para el hombre y del cual nutre a su familia y a sí mismo. Pero cuando se le toma como justificación para esconder mezquinas intenciones, entonces el trabajo se convierte en una prueba de cuán poco importante es la familia. Y nosotros éramos muy poco importantes para él.
            
Por razones de cargos administrativos su empresa lo envió a trabajar lejos de la capital. Aquella parte de su versión era cierta. La otra, la que ocultaba, era el compromiso adquirido con una viuda madre de dos hijos.

No es de mí interés discutir que un hombre o una mujer tengan derecho a rehacer una frustrada relación marital. Eso es aceptable y humano.
Pero el divorcio que interpuso mi padre no solo lo desvinculó de un matrimonio no deseado, sino que también y para su conveniencia, y como si mi madre y nosotros significáramos lo mismo; con toda su progenie no deseada, para dedicarse a otros y regalarles a manos llenas el calor paternal que nos negaba.

Mi madre poco a poco empezaba a aceptar su derrota. Pero se culpaba creyéndose poco atractiva y buscaba la justificación de su fracaso donde no la había.
En sus ojos verde mar se alojaron la tristeza y la desesperanza.
Ya no cantaba ni reía como antes. Ahora luchaba como una leona contra la pobreza que se abatía sobre sus cachorros, y la dura tarea la aplastaba como un péndulo invisible.
Recuerdo la ocasión en que salimos con premura rumbo a la casa de mi abuela.
En el semblante de mi madre se dibujaba el mal presagio del cual no hablaba. Quizá temía adelantarse a los acontecimientos. Por el momento necesitaba que alguien cuidara de mí mientras ella centraba su atención en una recién nacida.
Tres meses antes había engrosado su larga lista de problemas la llegada de un nuevo ser. Pero la criatura había nacido con la salud quebrada. Solo disfrutamos de ella un corto tiempo. La mayor parte permanecía en el hospital, y ésta vez bajo un diagnostico reservado.
Una de mis tías se ofreció para cuidarla. Mi madre pensó que tal vez mejoraría. Pero el infortunio llega cuando menos lo esperamos, aún también en medio de una terminal de transporte público.
En mi memoria quedó grabado el momento cuando nos movíamos a lo largo del andén. Yo miraba por la ventanilla dispuesto a disfrutar el paseo. A lo lejos vi entre la muchedumbre a una mujer que corría desaforada hacia nosotros. Las bocinas de los parlantes emitieron una orden tajante y el ómnibus se detuvo bruscamente. Los gritos de la mujer horadaron la bóveda de los techos. Era mi tía.
Súbitamente mi madre percibió la voz de su hermana. Una sombra negra se abatió sobre su ser, mientras un alarido que no me atrevo a describir brotó de lo profundo de sus entrañas. ¡Había muerto mi pobre hermanita!

Lo que sucedió después permanece confuso en la memoria dentro  en una densa neblina que me ampara del dolor de aquel momento.
Pero recuerdo que mi madre lloraba amargamente sobre el hombro de mi tía, mientras se aferraba a una de mis manos apretándola sin piedad, como si quisiera evitar que yo también la abandonara.

La familia como siempre se unió en torno a la tragedia. No recuerdo haber visto a persona alguna por la parte paterna.
Durante el velatorio la tristeza de mis tíos también albergaba un deseo de venganza. Había transcurrido casi la mitad del término legal para exponer el cadáver y mi padre aún no se presentaba.

Varias veces merodeé alrededor del pequeño féretro donde descansaba el cuerpo de mi hermana. Parecía que durmiera. Tenía una expresión angelical en su carita. La terrible enfermedad que le habían diagnosticado no hizo mella en su rostro. Los médicos dijeron que fue a causa de Acidosis Metabólica, pero mi madre aseguraba que se debió a un mal tratamiento.
Y es que se apoyaba en la amarga experiencia de haber presenciado días antes a dos empleados del hospital, lanzarse como si fuese una pelota el cuerpo sin vida de un bebé que al parecer conducían a la morgue.
Mi madre había salido al corredor para estirar las piernas. Sufría de Linfagitis crónica y sus problemas circulatorios no le daban paz.
Los empleados no la vieron pues en ese instante ella se hallaba detrás de una gruesa columna. Fue así que presenció el abominable acto.
El reloj se movía con enfermiza lentitud. Yo miraba hacia la puerta, no esperando la llegada de mi padre, sino con el íntimo deseo de no ver aparecer a alguien más, pues sentía que el dolor de mi madre revivía en cada pésame, convirtiéndose en una tortura  insoportable verla abrazada al féretro, moviendo los labios en un rezo que solo los ángeles podrían escuchar.

A pesar de mi natural perspicacia aceptaba poco ciertas actitudes de los adultos. Alguien que momentos antes lloraba amargamente, minutos después charlaba y hacía cuentos como si la reunión fuese motivo para estar alegre.
Esto lo recuerdo porque mi abuela hizo referencia a la solemnidad del momento cuando llamó la atención a uno de sus tantos nietos. Alguien que con su charla hacía demasiado ruido.

Tras largas horas de tensión me quedé dormido sobre una especie de cama que improvisaron sobre unas sillas.
Alguien me despertó cuando llegó mi padre. Casi amanecía.
Al abrir los ojos tardé en reconocerlo. Parecía asustado. Quizás pensó que lo recibirían con incriminaciones. Pero no fue así. Todos lo ignoraron. Tampoco yo le presté mucha atención. Después de titubear frente a mí, atravesó el salón y se detuvo frente al ataúd. Extrañamente hizo la señal de la cruz sobre su pecho.
Digo extrañamente porque él aseveraba no creer en Dios. Creía en el hombre.
Yo pienso que si en realidad hubo alguien que creyó en él como hombre, esa fue sin lugar a dudas mi madre. Aquella mujer que lo miraba con el rostro bañado en lágrimas. Ingenua, crédula, enamorada.
Mi padre se mantuvo unos instantes delante del féretro y dijo unas palabras a mi madre que nadie escuchó. El peso de tantas miradas debió agobiarlo, porque se retiró a un ángulo del salón desde donde dominaba todo le escenario.
Confieso que sentí el deseo de estar a su lado, pero una voz interior me reprochaba el débil sentimiento. Desde mi analítica promiscuidad veía un rostro desnudo de expresiones, envuelto en una lucha interior por acallar el clamor de una conciencia a la que no deseaba escuchar. O tal vez miedo por su propia seguridad. Mis tíos le habían prometido tiempo atrás, que le romperían la cara si volvía a lastimarnos. Quizás por eso su rostro no mostraba señales de vida. Era como el árido desierto de un alma muerta.
También observé a mi madre. Se notaba ansiosa. Como si esperara que ocurriese un milagro. Sus ojos llenos de lágrimas se dividían entre el pequeño féretro y el rincón donde aguardaba mi padre. Y yo me preguntaba la razón por la que él estaba allí, pues en realidad su anacrónica presencia era la de un ser inexistente.

No tardó mucho en cristalizarse mi íntimo deseo. Menos de dos horas más tarde mi padre desapareció del mismo modo como había llegado. Abruptamente.
Después todo volvió a la normalidad. Si es que de ese modo se le puede llamar a lo que no lo es. Pero los años pasaron como el bálsamo que alivia los dolores.

Tenía yo algunos años más cuando mi madre me anunció de un compromiso sentimental. Yo me había convertido en una especie de albacea de sus decisiones. Algo fuera de lógica racional. Pero debido al sorprendente análisis que daba a las cosas de la vida, se acostumbró a mis respuestas de adulto prematuro y comencé a ser la figura masculina del hogar.
De modo que cuando lo conocí, comprendí que el compromiso era más bien por nosotros. Víctor no era el tipo de hombre que le llegaba a mi madre.
Pero era un hombre humilde de costumbres sanas, y sobre todo, decidido a llevar la carga de una mujer con cinco hijos.

En un principio todo iba bien, hasta que afloró el peor enemigo del hombre. ¡Los celos!
Mi madre justificaba la actitud por saberse una mujer hermosa. El tipo de mujer que hace voltear el rostro aún al más discreto de los hombres.
Pero Víctor lejos de aprovechar su tolerancia exacerbaba su conducta.
Un día me pidió llorando que intercediera en la resolución que había tomado mi madre al pedirle que se marchara. Sentí lastima por él al verlo indefenso ante la regia estampa de mi madre, y al interceder, comprendí que yo tenía cierta autoridad y me envaneció el rol que yo representaba.
Mi madre escuchó mis argumentos a regañadientes y continuó tolerando los celos de Víctor unos meses más. Pero como todo lo que anda mal, en mal acaba, así acabó la tolerancia de mi madre. No lo amaba.
Hubo ocasiones en las que reflexioné cerca del por qué no actuó mi madre del mismo modo con respecto a mi padre.
¿Acaso un amor profundo podría convertirnos en mártires? ¿Somos capaces de tomar venganza en nombre de viejas cicatrices y el dolor que nos hayan infringido otros? La respuesta me llegó algunos años después.

Luego de una ardua lucha por revertir la decisión de mi madre, Víctor terminó empacando sus cosas y se marchó.
Retornó a la guarnición del penal donde trabajaba como guardián, aunque continuó asediando a mi madre cada vez que se le facilitaba la oportunidad.
Una noche ella me despertó alertándome sobre Víctor, quien amenazó con quitarse la vida si no volvía con él.

Me levanté como un relámpago y estaba por abrir la puerta del patio cuando  escuché el sonido de un disparo. En verdad no supe de dónde me surgió el valor, pero abrí la puerta dispuesto a todo.
Afuera me encontré con el cuerpo de Víctor tirado en el suelo. Su pasión solo lo condujo a dispararse en el brazo. De haber querido morir, en realidad hubiera bastado con apuntar a otro sitio. Su heroico acto de valor le proporcionó un poco más de tiempo cerca de mi madre, el justo para quedar convencido, de que en realidad lo que había muerto, paradójicamente, fue un amor que nunca nació.

Yo no me considero feminista ni tampoco demasiado machista. De modo que entre esos dos extremos trato de ser más que todo justo.
Desde la formación del bíblico Edén muchos han afirmado que las mujeres han sido la perdición de los hombres. Y por supuesto, el concepto vive arraigado como el ADN en los machistas arcaicos.
Pero justamente es la injusticia la causa del sufrimiento de muchas mujeres. Pues ellas han sido víctimas preferenciales en los procesos evolutivos de las sociedades.

"La historia de la humanidad es la historia de las repetidas vejaciones y usurpaciones por parte del hombre con respecto a la mujer…” Declaración de Seneca Falls. 1848.

Desde entonces han transcurrido muchos años. Pero cada vez que evoco aquellos recuerdos, siento vivo y punzante el dolor de mi madre como una daga clavada en mi alma.
Lo que motivó esta historia no es el rencor. Nada cambiará lo sucedido.
Ni siquiera hurgar tan profundo en la llaga. Tampoco mi motivación radica en divulgar mis tristezas, sino en hacer una sanadora catarsis. No quiero llegar al fin de mis días con esta carga.
Antes de que mi padre muriera tuve incontables oportunidades de dilucidar con él mis resentimientos. Sin embargo, y porque no existe un ser humano perfecto,
¡Jamás le dije nada!


2 comentarios:

  1. ya respondí esto . Excelente por supuesto- No veo como seguirte.
    Te invito a visitar uno de mis blogs cuandolossilencioshablan.blogspot.com. será un gusto

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  2. Gracias María Susana. Tu visita alegra este rinconcito de poesía.
    Cariños.

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